Mañana cuando me vaya lejos,
de tu pecho y de tus regazos,
desechando pantalones y
piadosas camisas;
cuando estés frente a tristes hogueras,
escuchando otras voces, y
barriendo recuerdos con tu mirada;
cuando todo se haya terminado al comenzar la
batalla, ¡Querida mía, piensa en mí!
Todavía estaré esperándote,
en frías mañanas de invierno,
como el primer día de mi precaria lusión,
¡Piensa en mí querida mía!

Cuando beses mis suspiros
en otras caricias de leves paredes,
¡Piensa en mí querida mía!
No temas la lóbrega noche
de Egipto, junto a las pirámides, allí estaré,
mirándote, desnudo y enamorado,
murmurando otros oídos, sembrando
vuelos de ilusos corazones;
pequeña ingrata,
piensa que siempre te amaré
a orillas de la herida ausencia
que esconde voces del silencio

Cuando al final del camino, al fin
podrás acostarte, lleva entre tu suelta cabellera
mi cálido amor, mojados de lágrimas.
Es tiempo de morir en casas deshabitadas,
de amores nunca correspondido,
meciendo plegarias de bosques y remiendos,
dormiré en tu blando
lecho de arenas inacabables.
¡Amada mía piensa en mí!

Cuando abreviadas despedidas recogen
tu llanto, abrázame entre las almohadas,
y bajando tu mirada ámame como nunca,
acariciando las atestadas calles de Ginebra,
recordarás los pasos generosos de mis besos,
que desapareció ligero al salvar
el sórdido atlántico de sueños y huesos
¡Querida mía piensa en mí!

Al despertar de tus largos paseos,
en la noche sigilosa y distraída,
peinando sus tristezas en
medio de océanos, y risas de
excitadas estrellas,
¡Amada mía piensa en mí!
Piensa en nuestros lechos de jardines.
Piensa en nuestros solitarios paseos,
en nuestras inacabables desdichas.
¡Amada mía piensa en mí!



El enredado Olimpo trocó
alucinados sueños en fauces de Nairobi,
amores golpeando incesante la única puerta,
embriagadas cavernas de Ámsterdam,
gimieron calles los hombres de Abdul,
intentando despedirse de jazmines,
en medio de muchedumbre y alucinadas
piedras con sangre de águilas,
hablando la preciosa lengua de los vascos,
nunca conseguimos descifrar
paredes y tabernas al paso,
se marchó el muchacho triste, cogiendo
su alado sombrero de Atila,
sin escuchar la voz de su novia. Hasta
ahora solloza al pie de ventanas derruidas,
esperando el adiós que nunca volverá.

Ya se marcharon los recuerdos
de un argentino, de un muchacho
que enamoraba con su rostro,
la noche australiana canta
atado al corazón y libre el
pensamiento, escala metálicas praderas.
Entre seductoras colinas, aprendieron
a cantar con voces de guerrillero,
nuestros destinos equivocados,
danzando las horas frágiles,
ocultaron al moribundo que intentó despedirse.

Yace ahora dormido y macilento,
con ajenas miradas y abrigo de lágrimas
nunca volverán a rodar por esas mejillas;
su labio deja escapar el tierno grito de Kenia,
murmurando su gélida caricia agonizante,
clamando libertad como los pájaros,
se marcha valiente y sereno,
entonando el himno sagrado de la muerte.
Nunca más lo escucharemos.



La pobre mesa de listones ásperos y pardos
duerme desnuda, gimiendo llanto de espinas,
juntando tristes mejillas ocultas tras las manitas
de los niños que aprendieron a cantar
con los silencios de un padre
desconocido y una madre cansada, que
echa tiernas miradas al umbral de la ventana,
derramando vacíos sabores.
No habrá juguetes en esta
sombría morada donde
Papá Noel nunca ha llegado.

Caen heladas nieves cual bellotas,
los campos ríen pintado de ilusiones,
y Charles Dikens escribe su próxima
novela de paz y esperanza,
pero nadie se acordó de estos
niños, con las mugres entre las sienes y
las piernas; jugando a orillas
de callejuelas, viendo en otras casas
alegría de algodón,
escuchando estribillos y tigres
de Bengala en noches buenas.
Nunca habrá navidad.

Desnudas estatuillas,
apenas sospechan regalos incestuosos,
acostándose huyen sus sueños,
y no está papá,
mamá apenas puede contener su llanto,
que es la queja de la eternidad,
una vez más olvida Papá Noel;
nunca habrá regalo en casa
de los niños que aprendieron a sonreír;
sus amigos rompen carmines,
y orgullosos pasan con sus
regalos, mostrándole inocentes
pecados de Caín;
comer un pobre pan en navidad,
jugar con carritos de piedra,
mamá no estará mañana temprano,
jamás hubo corazones, juegos y regalos
en casa, y
Papá Noel nunca llegó.
Mañana será otra trinchera de lucha,
en el viaje de estos niños,
quizás habrán muchos sueños, 
juegos, pero ellos ya se habrán marchado.
Nunca jugaron con sus madres.

Es mejor así; porque ellos
siempre serán felices, como
los pájaros que nunca conocieron a sus
padres y hermanos,
mañana será diferente para los
niños sin regalos que aprendieron
a ser buenos.



María Augusta Gutierrez Pino nació en San Javier el 7 de septiembre de 1914. Madre de 4 hijos, pasaba su tiempo en escribir pensamientos. Ahora tiene 91 años, actualmente vive en El Monte, Chile.

 

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