(Segundo premio Relatos de verano La Nueva España)


- ¿Nombre del denunciante?

-Luis. 

-¿Apellidos?

-Luengo Gonzálvez, señor. Luengo por mi padre, Gabriel Luengo, y Gonzálvez por mi madre, Almudena Gonzálvez.

-Cíñase a las preguntas, haga el favor.

-Lo intentaré. 

-¿Edad?

-Indefinida, señor. 

-¿Acaso me está usted tomando el pelo?

-No, Dios me libre, señor. Pero para ser correcto debí decir complementaria.

-¿Cómo qué complementaria?

-Sí, eso, complementaria: veinticinco años de vivo y seis de muerto.

-Ah, que está usted muerto. Acabáramos. Pues permítame decirle en confianza que tiene muy buen aspecto y huele usted muy bien para llevar seis años muerto.

-Es que mamá, Almudena Gonzálvez, que en paz descanse, era florista, y además todavía no he entrado en la fase putrefacta, señor. Hay semanas en que no se me cae un solo jirón de piel. Toque, toque mis bíceps. Toque sin miedo. 

-Excelente carrocería, muchacho. Por cierto, cómo prefiere que me dirija a usted: como muchacho vivo, niño muerto u hombre complementario.

-Como guste. Niño muerto está bien, pero Luis es más de mi agrado.

-Y bien, Luis ¿cuál es el objeto de su denuncia?

-Una familia ocupó anoche mi tumba y, como puede comprobar, me he quedado sin un lugar donde caerme muerto.

-Mal asunto, y habitual, mucho más de lo que la gente cree. Dígame, Luis. Esa familia ¿son simples cadáveres, almas errantes, demonios, perseguidos por la justicia o especuladores inmobiliarios?

-Mucho me temo, señor, que almas errantes, porque he visto cómo entran y salen sin levantar la losa.

-En ese caso, con el agravante de la intangibilidad, poco queda por hacer. Vamos, nada. Sólo esperar a que decidan marcharse. Si al menos fueran demonios podríamos enviarle un párroco para que intentara un exorcismo.

-Entonces... ¿qué me recomienda? 

-No sé... ¿se ha planteado solicitar un tumba de protección oficial?

-Sí, claro. Fue lo primero en que pensé, pero me pidieron una copia de la declaración de la renta del año pasado.

-¿Y no podrían alojarle unos días en el purgatorio mientras se soluciona el asunto? 

-Lo he intentado varias veces, pero con la racha que llevamos nunca quedan habitaciones libres. El lunes lo del terremoto en Méjico, ayer el descarrilamiento del convoy en Johannesburgo, esta madrugada la guerra civil en Mongolia...

-Me hago cargo. ¿Ha probado en el limbo?

-También lo he intentado allí, pero no quepo en una cuna. Vamos, ni dislocándome los hombros.

-Claro, salta a la vista, para caber en una cuna tendría que estar usted mucho más descompuesto. ¿Y en el cielo? ¿Tampoco quedan plazas en el cielo?

-Entre nosotros, señor, el cielo no existe. Discúlpeme, soy un bocazas. Se le ha quedado a usted una carita de pena...

-No se apure, Luis. Como envenené a mi mujer, mis esperanzas de ir al cielo no eran muchas...

-Si le sirve de consuelo, tampoco existe el infierno.

-Gracias, de corazón, pero ahora lo que nos ocupa es su realojamiento. ¿Le queda algún pariente vivo?

-Sólo mi padre, Gabriel Luengo, pero reniega de mí, como me morí así tan de repente, sin avisar ni nada...

-Es comprensible, yo haría lo mismo si al volver a casa me encontrara muerta a mi hija. La verdad es que esto tiene muy mal cariz, muchacho. Yo lo único que puedo hacer es cederle una habitación en mi casa hasta que se solucionen las cosas. 

-Le quedaría eternamente agradecido, señor.

-No es una casa muy alegre. A mi mujer la disequé y la puse en el salón, de pie, tras las cortinas, como fue siempre tan cotilla...

-¿Y su alma?

-¿Qué alma?

-La de su señora.

-No tiene. Su familia era muy humilde y eran doce hermanos. No podían permitirse tantas almas.

-En ese caso...

-Entonces, se viene ¿no?

-Bueno.

-Ya verá cómo le gusta mi hija. Se llama Elisa y algunas veces se pone tan melancólica que parece muerta. Seguro que hacen los dos buenas migas.

-¿Tiene alma?

-¿Quién?

-Su hija.

-Sí, claro. Varias. Es poeta.


Mención de Honor Certamen Alberto Moravia de cuentos

Son casi las siete de una tarde de Julio. Benjamín debería estar pletórico. Ha aprobado la selectividad y, por primera vez, sus padres le han liberado de acompañarles a Motril, al chalé de la tía Úrsula. Pero sus planes de pasar un verano inolvidable emporrándose y ligando como un poseso se desmoronan. No le queda ni un amigo en Madrid, todos han ido escapando, como si hubieran dejado abierta la verja del zoo. Rodrigo se ha marchado a Camagüey a visitar a sus abuelos. Santos vuela en este preciso instante hacia Ibiza. Se ha apuntado con su hermano Lucas a un intensivo de buceo y no regresarán hasta finales de verano. De Berta, Gracia y Antonio sólo sabe que en sus casas no contestan al teléfono. Sólo queda la borde de Estela, con su piercing en el labio inferior que le recuerda a un guerrero yamomami y las uñas pintadas de negro. Hoy mismo se han cruzado en el híper, en la sección de congelados, pero ella no se ha dado ni cuenta y a él le ha dado apuro llamarla. 
Benjamín está en casa, en calzoncillos, un poco empalmado, y curiosea tras la ventana del salón. Hace bochorno, pero no luce el sol, y el cielo parece el vientre hinchado de un viejo. Acaba de despertarse de una siesta en el sofá y se siente pegajoso y aturdido. Una mosca gorda, peluda, de un verde fosforescente, zumba, practica acrobacias y se restriega contra el cristal de la ventana. Benjamín quiere ver lo que sucede al otro de la calle, en casa de la mujer de carnes prietas que se asoma en sujetador y vive con el hombre alto del maletín, pero la mosca le distrae, le crispa. Consigue arrinconarla contra una esquina, entre el cristal y el marco, zanja el problema entre dos dedos y la mosca cruje mientras la mujer y el hombre hablan a la vez y no paran de agitar los brazos sobre un montón de maletas. Benjamín ve como el hombre alto hace un gesto como el de un árbitro al pitar el final de un partido, desaparece y aparece saliendo aprisa del portal. La mujer se asoma, y los dos, sin reparar el uno en el otro, lo siguen calle adelante hasta que lo pierden de vista. Ella se retira lentamente de la ventana, se sienta en una de las maletas y se cubre la cara con las manos. Benjamín quisiera dejar de mirarla, pero no puede.
Debe de tener unos treinta y tantos, se llama Alicia y, antes de convertirse en la mujer del hombre alto, fue modelo de lencería. Ha parado de llorar y ahora se siente humillada y dolida. Había puesto mucho empeño y paciencia en esa relación y el hombre alto, Aníbal, acaba de dejarla plantada por una estudiante, apenas una niña a la que ha conocido en una galería de arte. Aníbal es concejal de Cultura del Ayuntamiento y se pasa la vida inaugurando, pero antes de meterse en política, cuando se conocieron, era crítico de pintura y le enviaba rosas rojas casi a diario. Alicia llevaba varios meses temiéndose lo peor, pero no pensaba que la ruptura ocurriría tan de repente, ni que se fuera a sentir tan desarmada, tan vacía, justo cuando estaban a punto de marcharse a las Seychelles, después de planear los pormenores del viaje durante semanas. Las ausencias de Aníbal eran cada vez más frecuentes y prolongadas y ya sólo hacían el amor los domingos primeros de cada mes, y no siempre, pero Alicia se había convencido de que en esta vida casi todas las pasiones terminan arrinconadas, como moscas contra un cristal. 
Alicia se levanta de la maleta y se asoma. Mira al frente y ve como el chico en calzoncillos bosteza, se estira y se aparta apresurado de la ventana. Desde hace varios días, cada vez que tiene ocasión, viene observándole entre visillos. Le recuerda a un novio que tuvo hace muchos años, un chico misterioso de esos que flotan por la vida como pompas de jabón. Pero en cierta forma le atrae, le atrae como atraen esos anuncios surrealistas de perfume o el rojo de una caja de bombones. Alicia mira como el chico se tumba en el sofá y hojea algo que parece una revista. A veces se incorpora de sopetón y camina titubeante hasta el teléfono. Marca un número, pero no termina de marcarlo, cuelga y regresa al sofá. A ella le gustaría llamarle, sería muy sencillo encontrar su número en la guía, y susurrarle que piensa en él algunas noches, que se han besado en sueños como medusas, y que el martes, cuando lo vio entrar en la panadería, tan despeinado, le entraron ganas de espolvorearlo de azúcar y lamerlo entero. Pero no se atreve. Alicia sigue fisgando. El chico esta otra vez al teléfono. Ha descolgado, mueve la boca y asiente de cuando en cuando. Cuelga y sale corriendo como si siguiera siendo un niño y repartieran calcomanías en el pasillo. Alicia continúa en la ventana. Al rato, el chico vuelve a asomarse, lleva puesta una camisa roja. Sus miradas sólo coinciden un segundo.
Benjamín baja la persiana y sonríe. Piensa que no estaría nada mal que la mujer de carnes prietas se acostara esta noche con él y que al amanecer se asomaran juntos por la ventana: él en sujetador y ella en calzoncillos. Se aburre tanto y se encuentra tan sólo que hasta le ha rondado la idea de tomar el primer autobús a Motril y presentarse de improviso en el chalé de la tía Úrsula. Pero ha terminado por llamar a la borde de Estela, porque a veces, muy pocas veces, es preferible una victoria amarga a una derrota digna. Benjamín y Estela se conocen desde la guardería. Todavía no eran capaces de orinar solos y ya se besaban a escondidas en la boca bajo un tobogán. Crecieron juntos, y juntos, recostados sobre la hierba, descubrieron que los parques más escuetos son como una feria de atracciones cuando uno se siente enamorado y es correspondido, y vive en una noria, en un dulce mareo, reteniendo cada palabra y cada gesto del otro como si fueran lo único. Pero una mañana, unos dos años atrás, Estela se levantó de la cama y, sin saber muy bien por qué, se sintió toda una mujer, se prendió un piercing en el labio inferior, se pintó las uñas de negro y Benjamín dejó de interesarle. Él comenzó a llamarla por teléfono con las excusas más absurdas; la perseguía como a una mosca en un cristal por los pasillos del Insti; y desafiaba a cualquier intruso que se atreviera a acercarse a ella. Su insistencia, sin embargo, resultó inútil, y acabó resignándose. Y así, se fueron alejando, sin que mediaran serios reproches, hasta llegar a esta cordial indiferencia de hoy, en que Benjamín ha decidido llamarla, un poco porque no sabe a quién recurrir y otro poco porque en cierta forma la echa de menos. Se han citado a las ocho menos cuarto en la puerta del Museo Sacro, en Lavapiés, y Estela le ha advertido de que ha quedado allí con no sé quién, pero que no se preocupe, que para eso están los amigos. 
Alicia está sentada sobre la maleta. No puede sacarse a Aníbal de la cabeza y la saliva se le hace engrudo. Ya no siente dolor, siente despecho. A estas horas, el muy cabrón debe de andar en el asiento trasero de un coche oficial, camino del Museo Sacro de Lavapiés. El Ayuntamiento ha donado un lienzo de la escuela de Murillo a la orden de los Salesianos, propietarios del museo, y está previsto que Aníbal y un arzobispo robusto y sonrosado descubran las cortinas al alimón. Después estaba previsto que embarcaran rumbo a las Seychelles, pero esa parte del programa ha quedado cancelada. El lienzo, en sí, no pasa de ser una medianía, y muestra a una mujer que mira extasiada a las alturas. Aníbal lleva meses alimentando entre la crítica el rumor de que se trata de la Virgen María y que mira como desciende, fuera de cuadro, el Ángel de la Anunciación. Alicia sabe que miente, porque que la virgen, que nadie sabe si lo es, en realidad mira su propia imagen en un espejo. Ella misma vio como Aníbal, un domingo por la mañana, cortó el lienzo original en dos mitades con un cutter y se deshizo de la mitad del espejo. Que, por cierto, el muy cabezota se empeñó en enmarcar el cuadro con un tablón de ocume y envejecerlo a fuerza de betún de judea y dejó la cocina hecha un cristo de serrín y de barniz. Alicia se imagina la que se montaría si ella largara la verdad y ríe: los salesianos se subirían literalmente por las paredes y Aníbal sería cesado antes de la tercera edición del telediario. Sería tan fácil. Ella aún conserva varios amigos periodistas de cuando era modelo. Sólo tendría que buscar la agenda, agarrar el teléfono y ale, fiesta. Sería muy sencillo y aún está a tiempo. Pero eso sería una venganza, y ella no es vengativa, al menos hasta la fecha no lo ha sido. 
Benjamín y Estela se encuentran en la entrada del museo sacro. Se saludan con un beso, aunque apenas se rozan las mejillas. Un resplandor amenaza tormenta, pero el cielo sigue pareciendo el vientre de un viejo. Ella le tiende una invitación entre las uñas pintadas de negro y él la recoge y le pregunta qué dónde está su amigo. Estela enciende un cigarrillo, da una calada y responde que dentro. Benjamín la mira de arriba abajo y le recrimina que esté tan delgada y ella se encoge de hombros, suelta una bocanada de humo, aplasta el cigarrillo y entra. Él la sigue por un largo pasillo de paredes desnudas. Al fondo, un hombre alto con un maletín charla con una azafata. El hombre está de espaldas, pero Estela avanza decidida hacia él y le rodea la cintura con los brazos. Él se vuelve sorprendido, se abraza a ella y se besan en la boca. Benjamín le reconoce como el hombre que vive con la mujer de carnes prietas y abandona el museo sin despedirse. Afuera diluvia. 
Alicia mira la lluvia por la ventana y ve como se levanta la persiana y se enciende la luz en el salón del chico. Se está desvistiendo y arroja sus prendas al suelo hasta que se queda en calzoncillos. Alicia se retira de la ventana, tumba una maleta de un puntapié, busca en la guía de teléfonos y marca un número. Benjamín oye sonar el teléfono y lo coge como un resorte. Una voz desconocida de mujer le pregunta si le queda azúcar en casa y cuelga, y Benjamín se tiende en el sofá. Minutos más tarde suena el timbre de la puerta. Benjamín abre y ve a la mujer de carnes prietas. Está empapada y va descalza y murmura que se llama Alicia. Se acercan, se abrazan, se besan, se restriegan como moscas contra un cristal y entran en la casa. Ella le dice que no quiere parecerle una pervertida, pero que le gustaría saber si le queda azúcar. Él sonríe, la besa en los párpados y le dice que sí, siempre que después se asomen juntos por la ventana.


Juan Carlos Márquez nació en 1967 en Bilbao, pero reside desde hace un lustro en Madrid, donde está empleado en una empresa de telecomunicaciones. fue técnico en un laboratorio fotográfico y ejerció el periodismo escrito y la documentación en diversos medios. Se autodefine como un narrador. Siente una admiración por la fluidez narrativa de Capote. Adora también la brutalidad de Bukovski, la contención de Chéjov y Carver, la hondura de Richard Ford, la escritura hipnótica de Auster, el talento de Leavitt para convertir lo cotidiano en acontecimiento. Ha obtenido algunos premios literarios (Unión Latina, Alberto Moravia y Concurso Cruel de Relato, entre otros) y tiene un manojo de cuentos publicados. Actualmente está volcado en su blog "Relataduras" (http://juancarlosmarquez.blogspot.com), donde puede leerse buena parte de su producción.

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