MIS
PRIMERAS zapatillas de baile las tengo ante mi.
Blancas pequeñas. Ajados sus cordones. Es
que tenía cinco años, cuando mi madre
me las calzó.
Desde
los dos ya caminaba en punta de pies.
Ese
primer día, lo evoco cada día de mi
existencia.
Un
grupo de bailarinas estira sus músculos en
la barra de la pared.
Un
violinista comienza con sus notas lejanas, suaves...
El maestro de ballet pide silencio con su mano en
alto. Soy tan pequeña que me busco y no me
encuentro en los espejos. Un rayo de sol penetra
por el ventanal la lámpara de cristal se
disgrega en colores. Todas vestidas de inmaculado
blanco las gasas al rozarse diseminan un sonido
especial, un aleteo de mariposas, un murmullo irreal.
El
rojo de la barra parece fuera de lugar, por su fuerte
tonalidad. Luego horas y horas de ensayo. Crecía,
y crecían las responsabilidades. Las manos
como aves surcaban el escenario, los pies casi no
rozaban el suelo y el cuerpo giraba, se lanzaba
surcando el espacio volando como pájaros
al son de la música que penetra en la sangre
y lo dirige, solo hay que seguir las notas, dibujadas
en el aire días y noches sin minutos, solo
ensayos.
Pasan
los años, vienen los aplausos. Comienzan
las formas femeninas a notarse dejando la niña
atrás. Comienzan los viajes, siempre la disciplina,
se anuncia París Opera Ballet me preparo
para "La Muerte del Cisne". Un murmullo
de voces nerviosas se escucha como un lejano eco,
los pies se unen por los talones formando un ángulo
de ciento ochenta grados, se separan, se cruzan,
se adelantan la música comienza a galopar
se intensifican los movimientos la danza ya es el
aire coordinado solo instinto, un gran salto al
vacío esperan los brazos del bailarín
resbala la blanca gasa de sus manos y un sonido
seco, áspero cruje el tobillo fragmentándose
en estrellas...
¡Son
tan pequeñas mis primeras zapatillas!