Cuando
Jeremías dice que ni puede el etíope
mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo,
acuña una de esas expresiones poético-proverbiales
destinadas a viajar a través del tiempo, conservando
la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras
concretas. Así el refrán, frase que
expone una esencia de sabiduría popular de
experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo
de sus cláusulas: "Dime con quién
andas...", " Tanto va el cántaro
a la fuente...", " El muerto al hoyo...",
etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una
materia verbal destinada a perdurar, desconfían
del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos
perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas
o cortas, sus chistes o leontinas.
El
romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación
-sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal
de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre,
melancólico, sollozante, tormentoso, ululante,
desolado, sombrío, medieval, crepuscular y
funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes,
grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes,
en tanto que los modernistas latinoamericanos los
tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos,
ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos,
pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos,
áureos en sus albas: de color absintio cuando
de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba
el ala del leve abanico. Al principio de este siglo,
cuando el ocultismo se puso de moda en París,
Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos
que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar
y astral. Anatole France, en sus vidas de santos,
usaba muy hábilmente la adjetivación
de Jacobo de la Vorágine para darse "un
tono de época". Los surrealistas fueron
geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera
prestarse a especulaciones poéticas sobre lo
fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito,
convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas
de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.
Así,
los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco
tiempo, en el academismo de una tendencia literaria,
de una generación. Tras de los inventores reales
de una expresión, aparecen los que sólo
captaron de ella las técnicas de matizar, colorear
y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando
hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos
resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino
a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías,
de la adjetivación.
Y
la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan
por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando
se valen de él, usan los adjetivos más
concretos, simples, directos, definidores de calidad,
consistencia, estado, materia y ánimo, tan
preferidos por quienes redactaron la Biblia, como
por quien escribió el Quijote.
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