Entrevista:
Sobre la gramática
Gabriel
García Márquez
El
escritor Gabriel García Márquez considera
«natural» la reacción de los gramáticos,
lingüistas y académicos a su discurso
de Zacatecas (Botella al mar para el dios de las palabras):
«Sería absurdo que los que guardan la
virginidad de la lengua estuvieran contra sí
mismos. Pero la mayoría parece haber hablado
sin conocer el texto completo de mi discurso, sino
sólo fragmentos más o menos desfigurados
en despachos de agencias. En todo caso es increíble
que a la hora de la verdad hasta los más liberales
sean tan conservadores».
Estos días hemos oído en muchas ocasiones
que el escritor colombiano había pedido suprimir
la gramática. Su discurso no lo dice.
«Dije
que la gramática debería simplificarse,
y este verbo, según el Diccionario de la Academia,
significa 'hacer más sencilla, más fácil
o menos complicada una cosa'. Pasando por alto el
hecho de que esa definición dice tres veces
lo mismo, es muy distinto lo que dije que lo que dicen
que dije. También dije que humanicemos las
leyes de la gramática. Y humanizar, según
el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera:
'hacer a alguien o algo humano, familiar o afable'.
La segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse,
hacerse benigno'. «¿Dónde está
el pecado?», se pregunta.
El
siguiente punto de contestación a las palabras
de García Márquez es el ortográfico.
Parte del supuesto de que si a él le hiciesen
un examen de gramática, le reprobarían
«en toda línea».
«Además,
mi ortografía me la corrigen los correctores
de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría
que ésta es una demostración más
de que la gramática no sirve para nada. Sin
embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores
gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo
al derecho y al revés a los autores que inventaron
la literatura española y a los que siguen inventándola
porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera
de aprender a escribir».
En
toda la conversación, el Nobel de Literatura
reivindica su papel de escritor y como tal, piensa
«más en el sufrimiento de la gente que
en la pureza del lenguaje».
«Por
eso dije y repito que debería jubilarse la
ortografía. Me refiero, por supuesto, a la
ortografía vigente, como una consecuencia inmediata
de la humanización general de la gramática.
No dije que se elimine la letra hache, sino las haches
rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad
de piedra. No muchas otras, que todavía tienen
algún sentido, o alguna función importante,
como en la conformación del sonido che, que
por fortuna desapareció como letra independiente».
Quizá
el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas
respecto a las bes y las uves, y con los acentos.
Sobre
las primeras, dice: «No faltan los cursis de
salón o de radio y televisión que pronuncian
la be y la ve como labiales o labidentales, al igual
que en las otras letras romances. Pero nunca dije
que se eliminara una de las dos, sino que señalé
el caso con la esperanza de que se busque algún
remedio para otro de los más grandes tormentos
de la escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge
o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó
la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió
de nada. Lo que sugerí es más difícil
de hacer pero más necesario: que se firme un
tratado de límites entre las dos para que se
sepa dónde va cada una».
En
cuanto los acentos, irónico, explica.
«Creo
que lo más conservador que he dicho en mi vida
fue lo que dije sobre ellos: pongamos más uso
de razón en los acentos escritos. Como están
hoy, con perdón de los señores puristas,
no tienen ninguna lógica. Y lo único
que se está logrando con estas leyes marciales
es que los estudiantes odien el idioma».
García
Márquez opina que los gramáticos y los
escritores son oficios distintos. Su diferente dialéctica
es la que ha generado el debate.
«La
raíz de esta falsa polémica es que somos
los escritores, y no los gramáticos y lingüistas,
quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y
embarrarnos con el lenguaje todos los días
de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus
camisas de fuerza y cinturones de castidad. A veces
nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con
algo que parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría
callejera».
«Por
ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente
no existe. Existen el verbo condoler y el sustantivo
doliente, que es el que recibe las condolencias. Pero
los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví
para mí en El General en su laberinto con una
palabra sin inventar: condolientes. Se me ha reprochado
también que en tres libros he usado la palabra
átimo, que es italiana derivada del latín,
pero que no pasó al castellano. Además,
en mis últimos seis libros no he usado un sólo
adverbio de modo terminado en mente, porque me parecen
feos, largos y fáciles, y casi siempre que
se eluden se encuentran formas bellas y originales».
El
escritor, que está de excelente humor, concluye
la conversación de un modo muy expresivo.
«El
deber de los escritores no es conservar el lenguaje
sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos
revientan de ira con nuestros desatinos pero los del
siglo siguiente los recogen como genialidades de la
lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito.
Nos vemos en el tercer milenio».
Y
reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos
la gramática antes de que la gramática
termine por simplificarnos a nosotros».
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