Alela se despertó una mañana y, entre resuelta y con firmeza, dijo en voz alta:

-No alumbraré más. Todos los días con sus noches lustro mi cuerpecito y su brillo es tan luminiscente que no existe rincón del Universo todo que no perciba mi diáfana incandescencia. ¿A quién le importa si doy o no doy luz?

Las hermanas de Alela escucharon sus quejas y vieron sus mohines con franca alarma y desconcierto. Y, esperando el momento propicio para ello, le hablaron con reprobación no exenta de dulzura.

La mayor, Alila, le dijo:
-No debes ser egoísta, querida hermana. Estamos en el Universo para dar luz, para esa función fuimos creadas. Acaso, quizás un niño te eligió como guía y guardián de sus sueños, ilusiones y esperanzas. ¿Quieres defraudarlo? Sin tu luz, su horizonte será invadido por las sombras, las brumas y la incertidumbre.

Otra de sus hermanas, Alola, iluminándola con su aura, le mostró, con un suave rayo de luz, el mar embravecido y a una embarcación que sufría los embates y el azote de furiosas olas. El Capitán, desesperado, miraba al cielo en busca de la guía estelar para así llegar a buen puerto.

Alela, espantada de su egoísmo, lustró y lustró su cuerpo hasta que nació una luz resplandeciente con miles y miles de rayos estelares que sembraron la oscura noche y salvaron el rumbo del castigado navío.

Tanta era la luz que irradiaba, que el mar parecía ser el puro reflejo del día.

Al ver que el barco llegó a puerto seguro, Alela sintióse plena y feliz y sus hermanas le dijeron: 
-Escucha, Alela, lo que dice el Capitán.

Y, sonrojada, Alela oyó decir al Capitán:

-Nos salvamos por las estrellas y sobre todo una pequeña, hermosa y con una luz esplendorosa. Gracias a ella pudimos llegar a destino y besar a nuestros seres queridos otra vez.

Desde aquel instante, Alela brilló con más fuerza y cantando loas al Creador, alegró a sus hermanas mientras lustraba su cuerpo.

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