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Había una vez una lejana playa cuyas orillas el inquieto mar besaba una y otra vez.
Eran las olas, sus inquietas hijas que iban y venían en constante carrera desde el mar a la orilla y de la orilla al mar.
Cómo niños traviesos, el mar era el refugio al que acudían las olas y de él prontamente salían en busca de nuevas aventuras.
Maia era una ola muy pequeñita y su blanca espuma resaltaba sobre el azul que reflejaba fielmente a su vecino el firmamento. Junto con otras olas jugaban a ver quien arrastraba más arena de la playa a las profundidades del mar.
Pero Maia era una olita y cada vez que avanzaba hacia la playa, tratando de imitar los iracundos rugidos de la cresta de una gran ola, y llevaba en su seno los dorados granos de arena, una ola de mayor envergadura se los sacaba todos, y pasaba por sobre su nívea cabellera.
Maia intentó una y otra vez llevarse los ansiados granos de arena cuyo brillo de oropel lucía como auténticas joyas luminosas en la blanca playa. Y una y otra vez, las grandes olas zarandeaban su delicado contorno, meciéndola al capricho del viento.
Cansada de tanto atropello, nuestra pequeña ola se puso a flotar perezosamente con su hermosa puntilla blanca lanzando plateados destellos y llegó a la conclusión que la pereza no era divertida y mucho menos instructiva. Y pensó para sí,
"he de buscarme otro juego que sea accesible para mí y esté a mi alcance, puesto que la cosecha de arena es propio de las olas grandes y cuando sea mayor, eso mismo haré".
Una gaviota que llevaba en su pico alimento para sus crías, y que pasó a vuelo rasante por sobre ella, le sugirió una idea, y la olita, enrollando su cresta y extendiendo sus delicados y húmedos brazos, acunó el contorno de un burbujeante pez creado por su aliento y avanzó del mar a la orilla y de la orilla al mar.
Gaviotas y albatros de todos los tamaños volaban admirados ante tan tierna escena y besaban la espumita de Maia, tratando de acariciar su pececito, mientras ella, traviesa aún en su infancia que ya se despedía, abría sus brazos y mostraba sus rulitos plateados coronados en gráciles pompas de nieve.
Era la ola más visitada y agasajada por las aves marinas.
Y Maia se dijo, entre divertida y satisfecha, que la imaginación y la fantasía, es el don más maravilloso que tienen los niños.
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